Iñigo Jauregui Ezquibela.
"El valor simbólico del vino en las tradiciones religiosas mediterráneas: de Ugarit a la Ley Seca" / "The symbolic value of wine in the Mediterranean religious traditions: from Ugarit to Prohibition".
RIVAR Vol. 2, N° 5, ISSN 0719-4994, IDEA-USACH, Santiago de Chile, mayo 2015, pp.140159


Artículos

 

 

El valor simbólico del vino en las tradiciones religiosas mediterráneas: de Ugarit a la Ley Seca*

The symbolic value of wine in the Mediterranean religious traditions: from Ugarit to Prohibition

 

Iñigo Jauregui Ezquibela**

**Vizcaíno, Licenciado en Filosofía y Antropología Socio-cultural por la Universidad de Deusto. Profesor de Enseñanza Secundaria del IES E. M. Villegas (Nájera, La Rioja). Correo electrónico: inigojauregui@yahoo. es


Resumen

El vino tiene o lleva adheridas unas connotaciones sagradas que le distinguen del resto de bebidas alcohólicas y de las que no ha logrado desprenderse todavía. Este componente litúrgico explica, entre otras muchas cosas, su presencia en algunas ceremonias de especial relevancia religiosa y los vínculos que desde la antigüedad mantiene con las castas sacerdotales de credos que, en principio, apenas guardan relación entre sí. El propósito de este artículo es trazar un recorrido histórico que ponga de relieve el simbolismo litúrgico y ceremonial del vino y el valor que éste ha adquirido en las tradiciones culturales europeas y del Próximo Oriente. Para lograrlo, nos proponemos realizar un periplo histórico que recoja y esclarezca, aunque sea de modo esquemático, las prácticas y creencias religiosas que los antiguos semitas, los griegos del período clásico, los cristianos y algunos creyentes musulmanes elaboraron en torno a esta bebida.

Palabras clave: vino, simbolismo religioso, Mediterráneo.


Abstract

Wine has attached sacred connotations that distinguish it from other alcoholic beverages. This liturgical component explains, among other things, its presence in some special religious ceremonies, its relevance or the links connecting this drink with the priestly caste of different creeds and beliefs. The purpose of this article is to conduct an historical tour that highlights the liturgical and ceremonial symbolism of wine and the value that it has acquired in European and Middle Eastern cultural traditions. To achieve this, we intend to make an historic journey to collect and clarify, albeit schematically, religious practices and traditions that the ancient Semites, the classical period Greeks, Christians and some Muslims developed around this beverage.

Key words: wine, religious symbolism, Mediterranean Sea.


 

Presentación

Actualmente, al menos en ciertos contextos, el vino continúa reteniendo las connotaciones simbólico-religiosas de las que ha hecho gala durante buena parte de su historia. Es, por decirlo de otro modo, una bebida que establece jerarquías o fronteras simbólicas1 al fijar los límites que separan lo sagrado de lo profano, la esperanza en el más allá del sufrimiento existencial y de la conciencia de nuestra finitud, el conocimiento salvador de la ignorancia culpable o los placeres del paraíso de los castigos infernales. Según un reputado enólogo británico este rasgo puede hacerse extensivo a todas o casi todas las bebidas de contenido alcohólico y así lo manifiesta cuando declara:

el alcohol ha ido acumulando a lo largo de milenios un dilatado y variadísimo conjunto de contextos simbólicos en los que puede ser ingerido, ya sean de carácter festivo, consolador, medicinal, académico, sacramental o gastronómico (Walton, 2003: 21).

Partiendo de esta base, nos equivocaríamos si pensáramos que las implicaciones simbólicas del vino o de las bebidas alcohólicas en general, constituyen una excepción o una anomalía. Esta capacidad no depende de los objetos ni de sus cualidades intrínsecas, sino del valor, del significado o de la interpretación que les conceden los seres que los manipulan, producen o utilizan habitualmente. En este sentido, los símbolos no son muy diferentes de las metáforas porque son tan arbitrarios, gratuitos o convencionales como ellas. Por ejemplo, el vino de la eucaristía no es químicamente diferente del vino común, no posee características extraordinarias, ni es, en esencia, más sagrado que la cerveza, el toddy (vino de palma) o el agua de Vichy. Sin embargo, la Iglesia católica, en el transcurso del Concilio de Trento (1545-1563), decidió servirse de él y convertirlo en una de sus armas más eficaces a fin de frenar y contrarrestar la influencia ejercida por los protestantes. El método elegido consistió en actualizar, difundir e institucionalizar la doctrina de la transubstanciación, una creencia que se remontaba a los albores del Cristianismo2 y que, entre otras cosas, sirvió para metamorfosear esta bebida tan familiar en un símbolo sagrado al identificar el vino de la consagración con la sangre, el sacrificio y la muerte de Cristo. Esta iniciativa, elevada a la categoría de dogma de fe, surtió efectos inmediatos entre los creyentes al persuadirles de que los sacerdotes que cada domingo o fiesta de guardar oficiaban la misa tenían la capacidad de convocar la presencia de Dios poniéndolo, dicho sea de paso, al alcance de todos los asistentes. La consecuencia más inmediata de esta medida claramente propagandística fue la resacralización o recuperación del sentido original del templo como lugar sagrado o propiciatorio; la difusión de las representaciones y de la imaginería asociada a la última cena, y el nacimiento de un nuevo orden arquitectónico, el Barroco, destinado a exaltar el poder y la majestad del Dios que comparece y se revela en el sacramento eucarístico.

En resumen, el motivo de la existencia de este simbolismo, que ha prevalecido hasta la actualidad entre los cristianos, reside en que el vínculo existente entre el vino, la sangre humana, la muerte de Jesucristo, la Tierra Prometida o las bondades del paraíso en lugar de ser natural o necesario, es un artificio, una construcción cultural asociada al contexto geográfico mediterráneo y a la explotación de un sistema simbólico y religioso cuyos antecedentes se originaron o comenzaron a perfilarse en el momento en el que una tribu neolítica descubrió que el líquido contenido en unas bayas desconocidas producía una alteración repentina, fascinante y sin precedentes de su conciencia.

 

Los orígenes: Oriente Medio y Transcaucasia

Aunque durante mucho tiempo se sospechó o afirmó que los orígenes de la domesticación de la Vitis vinifera y de la viticultura se hallaban en las costas del Mediterráneo oriental y en la antigua Mesopotamia, la proliferación de excavaciones en áreas marginales y los avances producidos en el ámbito de la paleobotánica y de la biología molecular señalan que el inicio de estas actividades hay que buscarlo bastante más al norte, en las regiones montañosas que separan Anatolia y Oriente Medio de Rusia y el resto de Asia.

Uno de los principales defensores de la teoría anterior (Mc Govern, 2003, 2009) sitúa ambos procesos en las vertientes meridionales del Cáucaso y, más concretamente, en algún lugar del territorio comprendido entre esta cordillera, los Montes Zagros (Irán) y el Taurus (Turquía). Esta hipótesis fue corroborada provisionalmente en 2011 gracias a los descubrimientos realizados por un equipo internacional de arqueólogos en el subsuelo de una caverna enclavada en la provincia armenia de Vayots Dzor. Los vestigios encontrados en esta excavación de 6000 años de antigüedad sugieren que el recinto fue destinado, originalmente, a la elaboración de vino, que las técnicas de vinificación no eran ningún secreto para los antepasados de los armenios actuales y que el origen geográfico de las mismas no debía encontrarse muy lejos.

Otra de las evidencias que suele alegarse en defensa de la tesis transcaucásica está relacionada con la etimología y la procedencia de la palabra "vino". La mayor parte de las palabras que se utilizan en las familias lingüísticas semítica e indoeuropea para referirse a esta bebida tienen un aire de familia o presentan similitudes fonéticas que apuntan a la existencia de una voz arcaica de la que derivan todas las demás. Aunque resulta imposible situar con exactitud la cuna de esta palabra ancestral, lo más probable es que apareciera en el territorio en el que estas dos familias lingüísticas estuvieron en contacto, una región geográfica que coincidiría con la señalada más arriba. Según los expertos, el origen de todos estos vocablos habría que buscarlo en dos raíces muy próximas entre sí: *woi- o *wei-. De ahí derivarían (McGovern, 2003: 33-34), la mayoría de los términos que históricamente hemos empleado para referirnos al vino como, por ejemplo: oinos (griego), oini (armenio), *ywino (georgiano), vinum (latín), wien (bajo alemán), wine (inglés), vere (albanés), *wns (egipcio), yayin (hebreo), *wajnu (protosemítico), yn (ugarítico), inu (akadio), *wijana (hitita) o windu (hatti).

Al margen de estas consideraciones y del interés que suscita la datación y localización de las primeras prácticas vitivinícolas, hay quien señala que la fulgurante expansión del cultivo de la vid por las zonas irrigadas de Oriente Medio, desde el Valle del Nilo hasta la desembocadura de los ríos Tigris y Eufrates pasando por el Jordán y el Orontes, obedeció a un impulso religioso o simbólico.

El ejemplo que suele alegarse para ilustrar la afirmación anterior figura en uno de los episodios de la Epopeya de Gilgamesh, un poema que describe las aventuras de un héroe babilonio que parte en pos del secreto de la inmortalidad y de una explicación que le alivie del dolor que experimenta tras la muerte de Enkidu, su mejor amigo. Pues bien, una de las traducciones de esta saga relata la llegada de Gilgamesh a un viñedo mágico que se encuentra en los dominios del sol, y su posterior encuentro con una doncella llamada Siduri -identificada por algunos expertos con la diosa madre Ishtar- que se dedica a elaborar vino y cuidar los majuelos. Este encuentro, que parece no tener nada de casual, deja entrever el vínculo que los habitantes de Mesopotamia (sumerios, akadios, hititas, asirios o babilonios) y de las regiones adyacentes establecían entre la fertilidad de la tierra, representada por Siduri-Ishtar, la búsqueda de la trascendencia, encarnada por el héroe-vagabundo, y el mosto fermentado o la planta de la que procede. La asociación entre estos tres ingredientes, metamorfoseados y camuflados bajo diferentes disfraces, volverá a reaparecer varias veces en el transcurso del tiempo convirtiéndose en uno de los grandes temas recurrentes de las tradiciones religiosas surgidas a orillas del Mediterráneo.

De todos modos, los testimonios más completos y que arrojan mayor luz sobre el valor simbólico y ritual del vino en un contexto religioso son los procedentes de la ciudad-estado de Ugarit, Ras Shamra en la actualidad. Este enclave portuario, célebre por la abundancia y riqueza de los registros hallados en sus bibliotecas y archivos, disfrutó de su máximo apogeo durante la segunda mitad del II milenio a. C., entre los años 1450 y 1180 a. C., coincidiendo con el periodo histórico "de los grandes imperios". Durante ese lapso, los escribas ugaríticos se dedicaron a traducir, redactar y transcribir en tablillas de barro miles de textos en los que se abordan cuestiones jurídicas, políticas, comerciales, religiosas, literarias o administrativas. Este corpus documental ha permitido reconstruir con gran exactitud la vida cotidiana de los habitantes de Ugarit, sus costumbres y unos hábitos de consumo en los que el vino ocupaba un lugar privilegiado. La extraordinaria monografía del historiador J. A. Zamora, contiene abundante información al respecto y su último capítulo, titulado "Usos del vino: consumo e ideología", presta especial atención a los aspectos rituales y simbólicos que rodeaban su producción y degustación. Según se desprende de él, en Ugarit aparece prefigurado el repertorio de valores simbólicos y ceremoniales que las culturas y religiones posteriores van a atribuir al vino o, en su defecto, a la vid. Este hecho, perfectamente documentado, indica que los habitantes de esta urbe conocieron, practicaron y, tal vez, difundieron o popularizaron estas asociaciones pero no significa que las crearan ex novo. Lo más probable es que se limitaran a transmitirlas y que su invención corriera a cargo de los agricultores que tuvieron la osadía de atreverse a experimentar las bondades de esta bebida.

En primer lugar, la vid y el vino representan la fuerza vital, la prosperidad, el vigor de la naturaleza y la productividad agraria por un doble motivo: por la recurrencia o contumacia del ciclo vegetativo de esta planta que no se marchita jamás, que rebrota y renace cada primavera tras el letargo invernal y las podas a las que se ve sometida3; y porque el vino tinto se identifica con la sangre humana y ésta con la vida. La asimilación del vino con la sangre no debió depender tanto de su color como del parentesco o de la conexión esencial que los viticultores ugaríticos o sus antepasados establecieron entre ambos licores. Si lo pensamos bien, la sangre que recorre las venas y arterias humanas realiza las mismas funciones y no es muy distinta de la savia de las plantas mientras que el vino, por su parte, es comparable a la sangre de las viñas o de la tierra en la que crecen y prosperan. De ahí a que el vino sea considerado un extracto, una esencia o un néctar reconstituyente, en el que se condensa la energía vital, sólo hay un paso. Pero además, la relación entre beber vino y vivir4 es algo más que una figura retórica porque los que lo beben con regularidad saben que cada vez que lo hacen parece que la vida se apoderara de ellos infundiéndoles valor, entusiasmo, consuelo, fortaleza, euforia o enardecimiento.

Paradójicamente, el vino también adquiere el significado contrario porque conduce a la ebriedad, a un estado liminar que suprime la frontera que separa a los vivos de los muertos y que se asemeja a la muerte. Por esa razón, el vino es elevado a la condición de símbolo escatológico y aparece en los ritos y celebraciones consagradas a los difuntos y a los dioses que velan por los muertos: Ishara, Attartu, Raspu o Ann (Zamora, 2000: 612).

Por último, el vino es la bebida de hospitalidad por excelencia, porque es empleado para obsequiar al huésped, establecer o fomentar las relaciones interpersonales y los mecanismos de solidaridad recíproca. Las fiestas que se celebran en honor de los recién llegados, y las personas que consumen vino juntas, se sirven de este elixir prodigioso para sellar la nueva amistad, promover la sociabilidad o afianzar los lazos que unen a los miembros de un grupo constituido previamente. El vino ingerido en el transcurso de estas reuniones conviviales es el vehículo o el canal a través del cual circulan estos mensajes. La prueba del éxito y de la continuidad histórica de esta práctica la hallamos en la notoriedad alcanzada por las cofradías o agrupaciones religiosas de bebedores (mrzh) entre los semitas noroccidentales a partir del I milenio (Zamora, 2000: 621) y en la posibilidad de que esta institución fuera el precedente en el que se inspiraron los griegos para crear el symposion.

 

El culto a Dioniso

Los depósitos de copas y las ánforas vinarias descubiertas en los almacenes de los palacios cretenses de Pilos, Cnossos y Festos y las continuas alusiones de los poemas homéricos5 demuestran que el consumo de vino era una práctica bastante extendida entre los griegos de la Edad de Bronce (2500-1200 a. C). Sin embargo, el dios que lo representa, Dioniso-Baco, es un enigma y un perfecto desconocido durante todo este periodo. Homero apenas le presta alguna atención y sus primeras representaciones iconográficas reconocibles datan de comienzos del siglo VI aC6. Esta falta de imágenes o de testimonios literarios inequívocos ha hecho sospechar a un buen número de eruditos que la incorporación de Dioniso al panteón olímpico fue bastante más tardía que la del resto de divinidades7 o que su culto se originó lejos de la Hélade, en Tracia, Frigia o, incluso, Lidia.

Dioniso demuestra ser uno de los dioses más conflictivos, ambiguos y peculiares de la religión griega porque muchas de las peripecias en las que se ve envuelto constituyen una amenaza para las instituciones y la organización social8, y porque es un dios que exige de sus seguidores una adhesión absoluta. Estos dos extremos aparecen expuestos en una tragedia de Eurípides titulado Bacantes. Independientemente de las intenciones que albergaba Eurípides cuando concibió esta ficción, lo que queda fuera de toda duda es que el escenario en el que desarrolla el drama es insólito y marcadamente subversivo. La superioridad masculina y el orden patriarcal representado por el rey de Tebas son socavados y puestos en entredicho a causa de la devoción que el joven dios, un completo desconocido, suscita entre las tebanas. Pero la cosa no acaba ahí. Los géneros también aparecen enfrentados y sus roles invertidos: los varones se travisten y se cubren con peplos mientras que sus mujeres olvidan la modestia, la pasividad y compostura a la que están habituadas para entregarse al arrebato místico, la embriaguez y la sexualidad sin tabúes ni restricciones.

El carácter transgresor y desmesurado de este dios debió ejercer un atractivo irresistible entre las clases populares de las urbes griegas. Su prestigio queda atestiguado al examinar el calendario litúrgico ateniense y comprobar que casi la mitad del ciclo festivo estaba consagrado a Dioniso-Baco y a los rituales propiciatorios vinculados a las actividades agrarias. La primera cita, allá por el mes de diciembre, recibía el nombre de Dionisias rústicas o de los campos. La ceremonia central consistía en una procesión multitudinaria integrada por, al menos, cuatro cortejos diferentes: el primero formado por un grupo de doncellas (kanephorai) que acarreaban canastillos de oro repletos de frutas; le seguía una comitiva de hombres enmascarados o disfrazados de sátiros y entregados a toda clase de burlas y gesticulaciones; a continuación iban los phallophoroi, los encargados de cantar las phallikai y de sostener las pértigas de cuyo extremo colgaban grandes falos y, en último lugar, cerrando la procesión, se encontraban los ithyphallophoroi, una cofradía de travestidos especializados en imitar los efectos que la embriaguez producía en las mujeres. La segunda festividad se celebraba a mediados de invierno, en enero-febrero, y recibía el nombre de Leneas en honor de las bacantes jonias (lenai) o del lugar que se reservaba al pisado de la uva (lenos). Durante esta fecha, se organizaban procesiones, espectáculos teatrales, mascaradas y actos en los que se evocaba a las divinidades de ultratumba para implorar la protección de las cosechas. Las Anthesteriai, por su parte, tenían lugar durante los días 11, 12 y 13 del mes de febrero-marzo (anthesterion). La jornada inaugural (pithoigia) se destinaba a la apertura de las jarras de la última vendimia, catar su contenido y ofrecer libaciones al dios que lo había hecho posible. Al día siguiente (khoes), se convocaba una procesión para conmemorar el desembarco de Dioniso en las costas áticas, un concurso de bebedores en el que los participantes tenían que despachar un recipiente que contenía tres litros de vino y una ceremonia secreta en el Limnaion para celebrar el matrimonio (hierogamia) de esta divinidad con la mujer del arconte-rey. El último episodio, la fiesta de las marmitas (khytrai), era el más funesto de todos porque estaba dedicado a evitar que los espíritus de los muertos escaparan del lugar en el que se hallaban recluidos. Para lograrlo, se les preparaba una ofrenda alimenticia, la panspermia, compuesta por diversas clases de granos comestibles y se les conminaba a no abandonar el Hades. El ciclo ritual acababa definitivamente a comienzos de la primavera (marzo-abril) con ocasión de las Dionisias mayores o urbanas y el programa de actos cívicos y obras teatrales que las acompañaban.

Pero la mejor prueba de la identificación o del paralelismo existente entre este dios y el vino la hallamos en los accidentes que rodean el nacimiento de ambos. Según uno de las numerosísimas versiones que circulan en torno a sus orígenes, Dioniso es engendrado por Zeus y una princesa tebana de la que se ha encaprichado y que responde al nombre de Sémele. Sin embargo, el idilio entre ambos es efímero porque Hera, al descubrir la infidelidad de su esposo, decide eliminar a su rival. Para hacerlo, se gana su amistad y la convence para que compruebe si su amante es realmente quien dice ser. Inicialmente, Zeus se resiste a revelar su verdadera naturaleza pero la insistencia de su amante es tan grande que termina accediendo. Tal y como Hera ha previsto, los truenos y relámpagos que forman el cortejo divino fulminan a Sémele causando su muerte. A pesar de lo sucedido, Zeus consigue rescatar al niño del vientre de su madre y para sustraerlo a la ira de su celosa mujer decide ocultarlo en el interior de uno de sus muslos. Ahí permanecerá hasta completar el periodo de gestación y nacer por segunda vez9. Con el vino sucede algo muy semejante. Después de la vendimia, los racimos recién cosechados se trasladan al interior de las bodegas y son depositados en grandes recipientes. Acto seguido, uno o varios hombres se introducen en su interior e inician una danza frenética con el fin de estrujar, exprimir las bayas para vaciarlas del jugo y del vigor que late en su interior y que se ha ido acumulando durante los meses de estío. El resultado es una pulpa indiferenciada, una pasta inerte, irreconocible y sanguinolenta. Sin embargo, tras algo más de una semana de letargo, la masa que todos habían dado por muerta vuelve a la vida, se agita, bulle, desprende gases y, lo más sorprendente de todo, irradia calor. El zumo dulzón, inocente y exento de misterio experimenta una transformación alquímica y por efecto de un fuego oculto se transmuta en un elixir embriagador que hace perder la cabeza. Los accidentes sufridos por Dioniso y el vino se superponen y reclaman mutuamente hasta confundirse. El genio inofensivo que dormitaba en los pámpanos, en los racimos o en el vientre de Sémele nace por segunda vez convertido en un numen dispuesto a cobrarse cumplida venganza de sus enemigos o llenar de dicha a sus seguidores y cómplices.

La personalidad de Dioniso es tan compleja y polimórfica que concentra y reúne bajo su advocación los motivos simbólicos que la civilización ugarítica atribuyó al vino. Esta nueva personificación o epifanía del vino ampara, bajo su manto, la prodigalidad de la naturaleza, su poder regenerativo; la sangre que alimenta, arrebata la vida y aplaca a los muertos; la embriaguez, la locura, el rapto místico y la intoxicación que facilita la comunicación con dioses y difuntos10 y, finalmente, los mecanismos sociales que contribuyen a la distensión, el apaciguamiento y la resolución de conflictos. Cada uno de estos elementos se va incorporando y superponiendo a los anteriores hasta formar una maraña, un conjunto inextricable de imágenes, metáforas y significados solapados y contradictorios que ofrece consuelo y satisface las demandas de todos los que imploran su auxilio.

 

Cristianismo: vino nuevo en odres viejos

Las primeras frases de los evangelios de San Mateo 11 y de San Juan 12 reflejan sin ningún género de duda las fuentes y los antecedentes culturales en los que se inspira la nueva religión y que no son otros que el judaísmo y la tradición griega. Mientras Mateo acentúa las promesas y compromisos que ya figuraban en el Antiguo Testamento, Juan reflexiona sobre la naturaleza del logos (o verbo) tal y como corresponde a un intelectual formado bajo la influencia de la tradición helenística. Otro tanto sucede con la descripción del nacimiento del Salvador. Aunque ni Mateo ni Lucas demuestran mucho celo a la hora de establecer la exactitud de los hechos, el primero no pierde la ocasión para subrayar la significación y trascendencia que este acontecimiento tiene para el futuro y los intereses del pueblo judío13, en tanto que Lucas lo interpreta en clave ecuménica. Según este último, el mensaje de Jesucristo tiene validez universal, trasciende cualquier particularismo étnico y su destinatario es la humanidad en su conjunto14. En cualquier caso, el corazón de la doctrina cristiana, el doble mandamiento de amar a Dios y al prójimo, sintetiza la originalidad de la nueva fe y su voluntad de distanciarse de las decenas de prescripciones y tabúes que condicionaban la vida y la práctica religiosa de los seguidores del judaísmo.

Una de las mejores expresiones del sincretismo judeo-helénico al que acabamos de hacer alusión la hallamos en el sacramento de la eucaristía. Aunque la etiqueta y el grado de elaboración del ritual eucarístico varían de una secta o de una iglesia a otra, los elementos esenciales son compartidos por las diferentes variantes de esta confesión e incluyen la división y reparto del pan consagrado y el consumo de una pequeña cantidad de vino en memoria de la muerte y resurrección de Jesús. En esta ceremonia aparentemente simple concurren y se dan cita el simposio15 griego y el Seder, el banquete ritual que las familias hebreas organizaban todos los años al inicio de la Pascua (Pesaj) para conmemorar la liberación y posterior huída de Egipto. La tradición prescribía la ingesta de diversos productos alimenticios, entre los que destacaba el pan ázimo, sin levadura, y el consumo de cuatro vasos de vino. Según algunas interpretaciones, estas cuatro libaciones simbolizaban los favores o los dones que Dios otorga al pueblo elegido y que son puntualmente recogidos en el libro del Éxodo (6, 6-8).

No obstante, el ágape eucarístico es algo más que el resultado de una encrucijada o de un encuentro cultural entre los pueblos indoeuropeos del norte del Mediterráneo y los semitas del sur. La relevancia y la aceptación alcanzada por este acto litúrgico y los elementos que lo integran descansan, fundamentalmente, en su extraordinaria riqueza simbólica y su inagotable versatilidad. Los primeros conversos y los miembros de la comunidad cristiana primitiva convierten este acto en un motivo de alegría y de exaltación porque les reúne bajo un mismo techo, les permite estrechar lazos, disipar la soledad y alejar las dudas que les corroen. El pan y el vino compartidos sirven para expresar esta solidaridad fraternal y la fortaleza del vínculo que los une frente a una sociedad hostil o indiferente. Esta dimensión, que hunde sus raíces en el pasado, se prolonga en el presente y se extiende hasta el futuro, y que podríamos calificar de convivial, coexiste con la vertiente sacrificial, mucho más importante a efectos dogmáticos o religiosos. La eucaristía y, por extensión, las dos sustancias que la integran, puede entenderse como la reactualización de la presencia de Cristo y la vigencia de su mensaje (presente), la anticipación del banquete mesiánico del final de los tiempos (futuro) y, finalmente, como una reedición actualizada del contrato que Dios suscribe con Abraham y sus descendientes (pasado).

Una de las formas más eficaces y refinadas de ilustrar y corroborar la relación existente entre el Mesías, la liturgia eucarística y el vino la hallamos en la metáfora y las representaciones gráficas del lagar místico. El significado y la importancia concedida a la versión mística de este artefacto de uso común entre los vinicultores de ambas riberas del Mediterráneo tienen su origen en la lectura que los teólogos tardo-antiguos y medievales hicieron de dos textos que consideraron especialmente relevantes y que pertenecen al Antiguo Testamento. El primero procede del libro de los Números y describe el regreso de los exploradores que Moisés decidió enviar a la Tierra Prometida con el fin de reconocer el país y hacer averiguaciones sobre sus habitantes y las condiciones de vida que reinaban en el mismo. En el curso de esta expedición: "llegaron hasta el valle de Escol, donde cortaron un sarmiento y un racimo de uvas, que cargados en un palo trajeron entre dos"16 Según un grupo de Padres de la Iglesia entre los que figuran Tertuliano, San Cipriano, Orígenes o San Jerónimo, este pasaje prefigura, en cierto modo, el sacrificio y la crucifixión de Jesucristo y el paralelismo existente entre su muerte y las labores que soporta la uva antes de transformarse en mosto y vino.

La segunda cita, extraída del libro atribuido al profeta Isaías (63, 2-3), es mucho más explícita y reza así:

¿Por qué es rojo tu vestido/ y tus ropas como las que pisa el lagar? En el lagar he pisado yo solo/ y nadie del pueblo estaba conmigo./ Sí, en mi cólera los he pisado,/ los he pisoteado en mi furor;/ y su jugo ha salpicado mis ropas/ y he manchado todos mis vestidos.

A partir de estos dos fragmentos, San Agustín17 propone identificar a Jesús con la uva de la Tierra Prometida que es depositada en el lagar en espera del prensado y del sacrificio cruento al que va a someterse. El mosto que escurre de las bayas simboliza la sangre derramada de Cristo; el lagar, el Gólgota, el lugar de su crucifixión y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana la vida eterna; y el vino joven, el éxito o el poder transformador de su mensaje. San Agustín va incluso más lejos y, sirviéndose de esta imagen, recomienda a todos los cristianos que sigan el ejemplo del Mesías y se preparen para el pisado, es decir, para verter su sangre, literal o figuradamente, por Dios. Aunque la ortodoxia de este autor está fuera de toda sospecha, estas y otras metáforas vitícolas resultan particularmente inquietantes porque evocan o permiten establecer alguna conexión entre Jesucristo y Dioniso. Según P. Rech (1998: 36-37), este dios pagano anticipa y es, hasta cierto punto, el heraldo del Mesías cristiano porque, además de utilizar la vid y sus derivados como blasones o cartas de presentación, sufre experiencias comparables o muy parecidas: nacimiento clandestino, dudas sobre su naturaleza divina, persecución, repudio por parte de sus semejantes, ocultamiento..., y una misión común consistente en consolar, liberar y redimir a la humanidad de las cadenas que la atenazan y de su doloroso y mortal destino.

Tras varios siglos de aparente olvido, la alegoría de la prensa vuelve a ser puesta de actualidad por un franciscano italiano del siglo XIII llamado San Buenaventura (12181274). Esta nueva versión, que no difiere sustancialmente de las anteriores y que por las fechas coincide con el culto a la sangre de Jesús, aparece formulada del siguiente modo:

Cristo comprimido en la cruz como un racimo en el lagar, ha hecho fluir por las heridas de su cuerpo un licor que es remedio de todas las enfermedades (.) el vino es la imagen de la sangre que se extrae del racimo, es decir, del cuerpo de Cristo, prensado por los judíos en el lagar de la cruz18.

La imagen truculenta y poco convencional del suplicio de Jesús, sumada a la de la sangre que brota de su cuerpo y se mezcla con vino, es tan poderosa y sugerente que logra una popularidad y una difusión inmediatas. Los artistas plásticos de finales de la Edad Media y de los primeros siglos de la Edad Moderna, conscientes del interés que despierta entre los creyentes, no tardan en hacer suyo este motivo iconográfico incorporándolo a sus creaciones. Las mejores muestras son elaboradas en los talleres de los miniaturistas, grabadores y pintores del norte de Francia, Países Bajos y regiones de habla alemana. Las estampas más imitadas y que suscitan mayor admiración son diseñadas por el grabador belga Hieronymus Wierix (1553-1619) (Pinilla, 2010). Sus obras sitúan a Jesucristo en el interior de un lagar o de una prensa que es accionada por Dios Padre o el Espíritu Santo en forma de paloma. Mientras, la sangre que brota de sus heridas y cae en el recipiente que se halla a sus pies es recogida por un grupo de ángeles o de sacerdotes en un cáliz y distribuida entre los espectadores que contemplan la escena.

 

El vino místico del Islam

En general, la religión islámica siempre ha manifestado una actitud positiva en relación con la alimentación y los placeres que proporciona. El Corán no solamente corrobora esta posición a través de varias aleyas, también establece que los musulmanes pueden y deben disfrutar de los dones que Allah ha puesto a su disposición, incluyendo alimentos y bebidas. De hecho, una de las metáforas más recurrentes del paraíso musulmán está relacionada con el vino y las delicias que Dios pone a disposición de los hombres y mujeres que tienen la fortuna de ingresar en él:

Imagen del Jardín prometido a quienes temen a Dios: habrá en él arroyos de agua incorruptible, arroyos de leche de gusto inalterable, arroyos de vino, delicia de bebedores, arroyos de pura miel19.

Sin embargo, el consumo de vino y bebidas alcohólicas ha sido objeto de controversia y de diversas prohibiciones a lo largo del tiempo. Es más, de todas las religiones nacidas a orillas del Mediterráneo, el Islam es la única que actualmente alberga escrúpulos o demuestra una postura claramente hostil contra los musulmanes que beben vino o cualquier otro producto que contenga alcohol.

No siempre fue así. Las sociedades musulmanas han mantenido, hasta fechas relativamente recientes, una relación cuando menos ambivalente con el vino que ha oscilado entre la plena aceptación (halal) y la condena sin paliativos (haram)20. El Corán, sin ir más lejos, refleja y contiene ambas sensibilidades. Las suras más antiguas brindan una imagen muy favorable del vino al incluirlo en la lista de dones o beneficios que Dios otorga a los hombres. Esta actitud positiva inicial evoluciona hacia una postura más escéptica, ambigua o conservadora para acabar, finalmente, en una condena sin paliativos de la embriaguez y de las bebidas que la provocan.

Al margen de los debates teóricos, las opiniones de los expertos y el respaldo cosechado por las posturas más intransigentes, existen abundantes pruebas históricas que demuestran que algunas comunidades musulmanes ampararon o favorecieron el consumo de vino21. Esta indulgencia puede rastrearse en la obra de los poetas iraníes, en algunas sectas islámicas minoritarias y en el pensamiento de pensadores y místicos sufíes que no dudaron en hacerse eco de sus virtudes y connotaciones espirituales. Ellos son los autores de los mayores elogios y de los mejores poemas que jamás se han dedicado al vino.

Una de las primeras manifestaciones del simbolismo religioso que los seguidores de este credo conceden al vino la hallamos en el escritor cairota Umar Ibn al-.arid (1181-1235) al que sus contemporáneos otorgaron el sobrenombre de "príncipe enamorado de Dios". Su obra más conocida, la titulada Elogio del vino, convierte este brebaje en una poderosísima alegoría del más allá, de la sabiduría y de la unión mística con Dios. El vino abandona su vulgaridad o su naturaleza mundana y adquiere las mismas connotaciones sagradas y trascendentes que hemos analizado en apartados anteriores. Contraviniendo la ortodoxia y las ordenanzas coránicas, el zumo de la uva deviene en el vehículo del que se sirven algunos privilegiados para acceder a la gracia, el poder y la voluntad de Allah. Las estrofas iniciales del poema no hacen sino confirmar este extremo:

En recuerdo del Bienamado hemos bebido un vino; que nos ha embriagado antes de la creación de la viña.

Nuestro vaso era la luna llena, el vino, un sol rodeado por un cuarto creciente. Cuando está mezclado, ¡cuántas estrellas resplandecen!.22

Entre los poetas persas, es imposible pasar por alto la obra de dos de los más famosos: Omar Khayyam o Khaiame (1048-1131) y Hafiz Shirazi (1325-1389). El primero es célebre por la autoría de una colección de más de un centenar de poemas conocida con el título genérico de Rubaiyat. A pesar de que buena parte de estas composiciones son de dudosa autoría, todas comparten la misma forma métrica integrada por estrofas de dos versos divididas, a su vez, en otros tantos hemistiquios. Es la estructura de la que se sirve Khayyam para expresar sus inquietudes acerca de la naturaleza de la realidad, la transitoriedad de la vida y las relaciones que los hombres establecemos con Dios. La falta de certidumbres y sus dudas acerca de la existencia de la providencia o del futuro que nos aguarda tras la muerte son las que le llevan a refugiarse en los placeres mundanos, en el hedonismo y en la felicidad instantánea que proporciona el vino:

Siendo la vida un solo instante que en breve se extinguirá, mantengo el corazón impasible entre sus encantos y amarguras.
Si la copa tendrá, fatalmente, que desbordar, no importa que eso ocurra en Bagdad o Balakhe.
¡Compañero, quiérote, enloquecido, vaciando las copas!.23

Al igual que en el caso de al-.arid, Khayyam decide integrar el vino en su universo poético pero con fines supuestamente profanos24. De este modo, el vino retorna a la casilla de salida para cerrar el círculo y recuperar el valor y la reputación que cosechó entre los habitantes de Ugarit o los ciudadanos griegos. La poesía de este autor nos permite, por tanto, asistir a una reedición de su simbolismo original, un simbolismo trufado de imágenes alegres, gozosas, vehementes y exaltadas en las que el mosto fermentado actúa como sacramento o vehículo de las emociones que experimentamos cuando tomamos conciencia de lo mucho que significa la vida.

Hafiz Shirazi, por su parte, fue un místico sufí nacido en Ispahán que, además de trabajar ocasionalmente como poeta de corte, debe la mayor parte de su reputación al cultivo de una forma lírica tradicional llamada ghazal. Los juicios de los expertos aparecen divididos a la hora de evaluar su obra. Mientras algunos lo tachan de libertino, hedonista, escéptico o impío, otros lo elogian resaltando sus profundas creencias religiosas, teñidas de misticismo, y su presunta santidad. Esta disparidad de opiniones no debería sorprender a nadie porque el propio interesado fomentó esta ambigüedad mediante el uso calculado del vocabulario tradicional y toda suerte de recursos formales. Sus poemas aparecen cuajados de metáforas, términos polisémicos, anfibologías o dobles sentidos que hacen que cualquier interpretación resulte verosímil. El hermoso y cruel amante de quien espera un mensaje o una señal amorosa que le devuelva la esperanza puede ser una persona real o el Ser supremo a quien implora un gesto, una muestra de aprecio o una palabra de consuelo. Con el vino ocurre algo semejante. El tratamiento que recibe, las circunstancias en las que es mencionado impiden establecer con exactitud su verdadero significado. En algunas ocasiones, se limita a ser el líquido profano que llena la copa y sacia la sed del bebedor, pero en otras, adquiere un valor alegórico lindante con la divinidad:

¡La piedra de los sabios trae, copero! La copa que en sí encierra el universo. ¡Venga vino! Que quiero yo mi alma de soberbia y rencor, dejar lavada. ¡Venga vino! Que quiero hacer pedazos esa red del absurdo clerical, que trata de envolvernos en sus lazos (...) ¡Venga vino! Que el cielo subir quiero; y ver de la otra vida los misterios.25

Los poemas en los que Hafiz se refiere al vino resultan sorprendentes porque comparan esta bebida con el amor carnal que los hombres brindan a sus semejantes o con el místico que profesan a Dios. La primera produce los mismos efectos que el segundo: una embriaguez, un deleite que nubla los sentidos y del que no es fácil librarse. Borrachos y enamorados se comportan de manera muy parecida. Ambos viven consagrados a su pasión, desdeñando los convencionalismos morales y la opinión de sus semejantes. El amor que el amante y el dipsomaníaco profesan a sus respectivos objetos amorosos es incondicional, perentorio y tan vehemente que es capaz de rebasar los límites impuestos por la razón o el decoro. La principal diferencia reside en los efectos que provocan: el vino conduce a la autocomplacencia, el embotamiento de la mente, la inacción y el estupor mientras que el sentimiento amoroso favorece el crecimiento personal, la autoconciencia y la entrega desinteresada. El bebedor que persevera y no abandona su hábito pasa sus días recluido en el interior de las tabernas, olvidado del mundo y de sus semejantes, absorbido por un apetito que acaba por destruirle. Sin embargo, el enamorado que prueba el vino de la pasión nunca se cansa de él, cuanto más bebe más se aproxima al amado convencido de su fidelidad. El elixir que rebosa su copa se transforma en un fuego abrasador que arde sin agotarse jamás, en una llama mística que alumbra el misterio que rodea y en el que se oculta el Ser supremo.

 

Conclusiones

Los datos que hemos ido acumulando a lo largo de un lapso que, con algunas discontinuidades, se extiende a lo largo de cerca de seis milenios ponen de relieve que el vino ha sido y sigue siendo una bebida ecuménica, un producto que ha logrado rebasar las fronteras del espacio y perpetuarse en el tiempo. Todas las culturas y religiones que han surgido y prosperado en el contexto geográfico mediterráneo, incluido el Islam, lo han incorporado a su repertorio de símbolos litúrgicos otorgándole diversos papeles y grados de protagonismo.

Aunque desconocemos las causas que originaron el establecimiento de esta conexión, es probable que su implantación se produjera poco después de la naturalización y domesticación de las variedades silvestres de la Vitis vinifera. .ue entonces cuando la nueva planta comenzó a revelar sus secretos a los hombres que, llevados por la curiosidad, decidieron trasplantarla a sus propios huertos. La observación o el contacto íntimo con las primeras vides les reveló tres hechos que, desde entonces, no hemos dejado de constatar: el efecto ligeramente embriagador o intoxicante de sus bayas, el paralelismo existente entre su ciclo vegetativo y nuestras creencias escatológicas y el parentesco o la semejanza que puede apreciarse entre la sangre y el vino.

La prueba de la continuidad, del aire de familia que impregna todos los dioses y todas las creencias que se han fraguado alrededor del vino la tenemos no solamente en las cuatro religiones que hemos analizado sino también en el Egipto faraónico y en el Judaísmo. El vino aparece en todas ellas y lo hace revestido de valores muy similares. El primero, como acabamos de ver, tiene que ver con su poder enteógeno. Esta bebida es capaz de alterar leve o gravemente la conciencia humana, puede embotar los sentidos o causar euforia, puede alegrar el corazón de los hombres u ocasionar su locura. Para unos hombres poco familiarizados con los cambios de percepción, el vino fue y sigue siendo una bebida muy tentadora porque altera nuestra personalidad habitual y nos libera temporalmente de ella. Pero la planta en la que crecen las uvas también puede servir para representar o arrojar luz sobre el destino que nos aguarda. El letargo invernal que sufren, su muerte aparente, es seguida por la resurrección de las vides que, de la noche a la mañana, recuperan su esplendoroso vigor como si nada hubiera sucedido. Este fenómeno, que se repite año tras año, convierte a la vid en un emblema de la eternidad, del poder regenerador de la naturaleza y de la circularidad del tiempo. Ninguna muerte, ni siquiera la de los hombres, es definitiva. La resurrección no es una quimera, ni una excepción, es el principio que rige todos los acontecimientos y a todas las criaturas. .inalmente, el vino también puede ser considerado un sucedáneo o un sustituto de la sangre. El brebaje astringente, espeso y granate que duerme en las barricas sepultadas bajo tierra representa la sangre de la uva, de la tierra, de la humanidad, de los dioses o de sus enviados. Esta identificación acarrea, en cierto modo, la noción de sacrificio. Para que la vida se transforme, adquiera nuevo sentido o se renueve es necesario que alguien muera o abandone su antigua condición. El camino atormentado que recorre la uva para convertirse en vino es muy parecido al trance que sufren Dioniso antes de ser reconocido por el resto de los dioses o Jesucristo antes de ser aceptado por los destinatarios de su mensaje. Las uvas también son maltratadas, reducidas a pedazos, estrujadas en la prensa y convertidas en mosto-sangre. Pero cuando el fuego de la fermentación se apodera de él, sufre una transmutación y nace a una segunda vida, una vida más fructífera que la que poseía anteriormente porque adquiere la capacidad de conducir al hombre a un estado de éxtasis. De ahí que una voz autorizada como la de la teóloga P. Rech (1998: 35) sostenga que esta bebida pueda ser considerada "la parábola más hermosa de la pasión vital que emana de la vida y muerte de un dios".

Antes de finalizar, debemos subrayar que este artículo no estaría completo si olvidáramos mencionar que el vínculo existente entre vino y religión no ha sido unidireccional. Aunque el vino ha prestado grandes servicios a la religión, la religión tampoco se ha quedado atrás y, en algunas ocasiones, ella es la que ha tomado la iniciativa para apoyarlo, reivindicarlo o protegerlo de las amenazas que se cernían sobre él. El ejemplo más cercano de esta relación de reciprocidad lo hallamos en la estrategia adoptada por los vitivinicultores norteamericanos tras el establecimiento, por parte del Congreso de los Estados Unidos, de varias disposiciones legales encaminadas a prohibir y sancionar la producción, distribución, venta y consumo de bebidas alcohólicas. Estas medidas, adoptadas a partir de la ratificación de la Decimoctava Enmienda a la Constitución (16-I-1919) y el "Acta Volstead" (28-X-1919), se mantuvieron en vigor hasta 1933 y provocaron una crisis sin precedentes en el negocio del vino y en el de las destilerías. Algunos vitivinicultores afectados por lo que se ha venido en llamar "Ley Seca" o "Prohibición", se vieron forzados a cerrar sus bodegas o dirigir sus actividades hacia otros sectores como el de la producción de uva de mesa o derivados (mosto, zumo de uva y vinagre). Otros, fundamentalmente los establecidos en el estado de California, decidieron acogerse a una de las excepciones que marcaba la ley y, tras obtener la pertinente aprobación eclesiástica, comenzaron a elaborar sacramental o altar wines, es decir, vinos destinados a cubrir las necesidades litúrgicas de las distintas confesiones cristianas. La estrategia surtió efectos inmediatos y fue muy bien acogida por el sector porque ofrecía una alternativa viable y nuevas oportunidades de negocio. Se calcula que en 1922 se produjeron y declararon algo más de 8 millones de litros de altar wines, cifra que ascendió hasta los 9 millones y medio en 1923 y hasta los 11 en 1924. Por tanto, no tiene nada de extraño que algunos investigadores estadounidenses defiendan la tesis de que esta clase de vinos contribuyeron decisivamente a la salvación de la industria vinícola californiana y a su posterior expansión.

 

Notas

1 Esta función cuenta con una tradición milenaria. Según el orientalista J. A. Zamora, autor de una monografía que aborda la producción y el consumo de vino en la ciudad de Ugarit, los habitantes de esta urbe del Mediterráneo oriental conocían más que de sobra la importancia simbólica del vino y sus implicaciones sociales. Algunos testimonios escritos confirman la existencia de grupos o individuos que lo utilizaban "para diferenciarse, autoafirmarse o jerarquizarse" (Zamora, 2000: 507).

2 Los expertos sitúan el origen de esta creencia en el siglo IV de nuestra era y atribuyen su difusión a las instrucciones que Cirilo de Jerusalén (315-386), uno de los Padres de la Iglesia, destinaba a los catecúmenos.

3 El texto ugarítico (TU 1.23) que Zamora (2000: 598) utiliza para poner de relieve la capacidad regeneradora, la robustez de esta planta y su simbolismo implícito es el siguiente: "el Príncipe Mt está sentado en su trono. En su mano lleva el cetro de la esterilidad. En su mano lleva el cetro de la viudedad. Los podadores lo podan como a una vid. Los gavilladores lo atan como a una vid. Lo echan en los descampados, como (los sarmientos de) la vid"

4 Existe un adagio latino que sostiene que "beber es vivir". Esta fórmula forma parte de una sentencia bastante más larga que dice así: "beati hispani quibus bibere vivere est" (afortunados los hispanos para quienes beber es vivir).

5 Cantos I, III, IV, VIII, IX, XII, XVI, XIX XXIII de la Ilíada y I, III, IV, IX, X de la Odisea.

6 Su figura aparece reproducida en un dinos (un tipo de recipiente) atribuido al pintor Sófilo y en una crátera de volutas, el Vaso Françoise, obra de Clitias y Ergótimos. Las dos piezas están fechadas en torno al 570 a. C. (Díez Platas, 1998: 303).

7 Algunos investigadores como Chadwick, Ventris, Hallager o Hiller manifiestan muchas reservas o dudan de la validez de esta sospecha aduciendo que su nombre, bajo la forma di-wo-nu-so, figura en las tablillas micénicas redactadas en Lineal B.

8 Según relata Tito Livio, las consecuencias de la introducción del culto de Dioniso-Baco en Roma fueron tan escandalosas que el Senado decidió proscribirlas por decreto (186 a. C.) y emprender una persecución que acabó con la vida de más de 7000 de sus seguidores. Aparentemente, los motivos que instigaron la adopción de estas medidas fueron de índole moral o sexual.

9 Esta es la causa de que a Diniso se le otorgue el título de dimetor (el de las dos madres).

10 Frazer (1981: 165-166) afirma que "beber vino en los ritos de un dios de la vid, como Dionisos, no es un acto de francachela, sino un sacramento solemne".

11 El primer capítulo del evangelio de San Mateo (1, 1-22) busca establecer y demostrar la naturaleza mesiánica de Jesucristo. Para hacerlo, recurre a la genealogía enumerando uno por uno todos sus antepasados desde Abraham hasta José.

12 "En el principio existía el Verbo, y el verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios..." (San Juan 1, 1-5).

13 Mateo 2, 2-6.

14 Lucas 2, 10-14.

15 Los simposios eran reuniones en las que los participantes, después de comer y beber a discreción, disfrutaban de una amplia variedad de entretenimientos: canto, música, danza, juegos de habilidad. Este dispositivo social formaba parte de la lista de estrategias que los varones griegos empleaban para fomentar las relaciones interpersonales o los mecanismos de solidaridad recíproca.

16 Números 13, 23.

17 Enarrationes Ps 55, 4.

18 De preparatione missae.

19 Sura XLVII, 15.

20 La primera palabra se usa para identificar los alimentos y bebidas conformes a la ley, permitidos o libres de pecado; la segunda, para referirse a los que la contravienen y están prohibidos (Jauregui, 2009: 18).

21 El esfuerzo y el interés que demuestran las escuelas jurídicas y los expertos en derecho islámico a la hora de reglamentar o prohibir la utilización de bebidas intoxicantes revelan, indirectamente, la extensión de estas prácticas.

22 Homerin, T. E. (tr.), 2001: 46.

23 Khaiame, 1977: 59.

24 Esta lectura sigue desatando una gran controversia entre los estudiosos de su obra. En realidad, el carácter licencioso, materialista, procaz e irreverente de sus poesías sería un artificio destinado a ocultar su naturaleza religiosa.

25 Hafiz,1983: 15.

 

 

Bibliografía

Fuentes bibliográficas

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Khaiame, Omar. Las Rubaiatas. Buenos Aires, Losada, 1977.

 

Bibliografía general

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Zamora López, José Angel. La vid y el vino en Ugarit. Madrid, C.S.I.C., 2000.

 


*Proyecto Fundación Dinastía Vivanco: "ESPÍRITU DEL VINO: EL VINO COMO VALOR RELIGIOSO" 2013

Recibido: 15-12-2014 Aceptado: 10-01-2015

 


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